Una familia cañadense que vive en un vagón abandonado
Cañada de Gómez como todo el país necesita viviendas accesibles para familias que hasta hoy viven en condiciones extremas, y la crisis económica y el mal obrar de los funcionarios dejaron un saldo importante de personas sin trabajo y otras tantas arrastran una historia genealógica de pobreza de la cual solo pueden salir con una oportunidad gubernamental. Como es el siguiente caso relatado a continuación.
Adrián Pereira (31 años) vino desde Reconquista, provincia de Chaco, con su familia cuando era solo un niño, en su provincia natal trabajaba la tierra, en los campos de algodón y caña de azúcar. Pisaron Cañada de Gómez en el año 1988, instalándose en calle Chuquisaca, junto al arroyo y su primera acción laboral fue la de panadero, luego ayudante de camionero (transporte de muebles); y hasta en una pescadería mostró sus virtudes. Tiempo más tarde su padre, trabajando en la municipalidad, compró una casita en calle Independencia.
Después conoce a Silvia, su mujer, una joven de 24 años, con la que tuvo cuatro niños, un varón de 6 años, y tres nenas de 3 a 5 años. Su casa está improvisada por un vagón antiguo de tren abandonado. Y así comienza está historia de una familia cañadense que vive como puede:
-¡Buenas tardes! - dije como para entrar en clima y no despertar dudas en ella.
-Buenas tardes, contestó algo confundida.
-Estoy en busca de una historia, y recorriendo el barrio me encontré con las casas esas. Señale con precisión dos vagones de tren que moraban a unos trescientos metros del ferrocarril abandonado.
- ¿Está es tu casa? Insistí sin dejarla hablar.
- Sí, respondió con voz resignada y dolorosa.
El lugar se vestía de verdes pastizales alrededor de los vagones antiguos que simulaban la casita, de su interior se asomaban como vergonzosos, en una encrucijada, los muebles usados sutilmente acomodados que decoraban el único sitio sombreado que cobijaría a sus hijos de los siniestros fríos del sur y del sofocante calor húmedo del verano santafesino.
Ella, una mujer salpicada por los últimos veinticuatro años que le sorteaba la vida, dibujaba en sus ojos una mezcla de resignación, vergüenza y tranquilidad que emanaba confianza. Revoloteando entre sus piernas jóvenes, sus cinco hijitos saboreando las plumas tiernas de la golondrina madre. Los niños que no superaban entre todos la edad de su mamá agitaban como pollitos alegres sus deditos de acelga en el aire cálido.
La casa, el vagón de madera color musgo, todo en uno; recreaban la anécdota cuadrada de lo que hace unos años mostraba la televisión sorprendiendo a los espectadores. Olía a bosta de caballo y se escuchaba a lo lejos la felicidad inocente del potrero que de seguro se engalanaba con un gol de algún pie descalzo, las líneas de la cancha no existían; los arcos, la magia improvisada de siempre, los brazos mutilados de un árbol que los donó para ver feliz la inmadura ternura de aquellas caritas sucias. La mamá sentada a orillas del mundo hamacaba entre su ropaje una economía obligada.
-¿Cómo trasladaron estos vagones hasta acá? Pregunté curioso y sorprendido de ver muertos como dos mamuts, los eslabones esqueléticos de lo que algunas vez fue un tren.
- No tengo idea, contestó la mujer de tez blanca y cabellos rojizos, mientras espiaba el interior de una revista. Antes vivía acá mi abuelo, después mi papá y hora estoy yo.
El vagón en la que se refugiaba la joven “madraza” vertía los indicios de su historia mostrando en uno de sus extremos “el gancho” que lo unía a otro vagón, quizás al que reposaba a su lado, fiel, como yunta de bisontes en la pradera americana. Una ventana sostenida por un trozo de madera casual convidaba al sol adentrarse por entre un lastimoso espacio que sorbía la tarde. Lenta y amable una de sus hijas sacándose el pelo del rostro dialogaba con su hermana y con la nada, sonriendo con picardía, quizás preguntándose que romota curiosidad me había llevado hasta su trencito-refugio. Los perros que en aquellos pagos parecían todos iguales, flacuchos, desolados y carcomidos por otros perros, ofrecían sus pieles a las desesperadas masas de hormigas proletarias que organizando a sus obreras rompían en revolución.
Enfrente, cruzando la rugosa calle agujereada como si hubiesen detonado un campo minado de explosivos en el rincón más sulfuroso de Irak, se elevaba esbelto un puñado selecto de pequeñas viviendas de medio revoque y entradas armoniosamente construidas. El paisaje resultaba inseguro y calmo, tempranamente juzgado por la tempestad de los tiempos que corren. Los vecinos entraban y salían de aquel planeta castigado y serpenteado por los que caminan sus autos, como faunos de alguna especie rara que no se conocía; naturalizando la angustia que dormía en la mujer. Allí parada como deliberando amistad y regocijo, entre un beso en la mejilla, un abrazo amable y un saludo cortés, se equilibraba el cuerpo amarrando sus pies teñidos por el polvo a unas ojotas de goma oscuras con las que navegaba en aquellos mares de tierras grises.
-Ya me da vergüenza vivir así, por los vecinos, por lo que deben decir. Abalanzó con un esbozo de voz débil, la sencilla mujer.
Simulé ser fuerte, bajé la cabeza al mismo suelo de verdes pastizales que antes me habían atraído perplejo al lugar, miré por última vez los vagones, tomé mi bicicleta y después de saludar a la familia que agitaba sus alas bajo la tardía jornada calurosa, me perdí por un caminito forjado por las andares descalzos de las caritas sucias que hacían rodar la pelota a unos trescientos metros del ferrocarril.
Al cabo de unos días volví al lugar donde me sentí ya como en la casa de un amigo, esta vez me acompañó mi hermana Sofía, que cansada de verme ansioso por mis relatos de vivencia y por su curiosidad decidió seguirme.
Al llegar y pararnos frente a las dos casitas-vagones humildes, sentí la urgente necesidad de aplaudir con franqueza para anunciar nuestra visita; el calor me sofocaba y sacudí como un perro viejo mi último malestar en un intento de encontrar mi paz interior. Me recibió una niñita pequeña, y sorprendida, tímida me balbuceó unas palabras en ese idioma extraño que sólo utilizan los chicos, señalando hacia la otra casita que dormitaba a unos metros.
-¿Está el papi o la mami?, pregunté con voz fuerte y casi exagerada.
Volvió a señalar hacia el mismo lugar con una mano en su boca que desorganizaba aún más sus palabras.
En ese momento salió desde el centro de uno de los mamuts de madera la joven mamá cargando en sus brazos a otra niñita.
- Hola, me dijo exhausta y amable.
- Hola, contestamos a dúo con Sofía.
Y los saludos entre besos y lindas palabras fundaron la introducción de la segunda parte de la historia:
Silvia, nos cuenta que vivió con su madre allí durante 13 años, al quedar embarazada el matrimonio quedó solo en la improvisada casa, por una cuestión de espacio sus padres ofrecieron el sacrificio. Ellos están en la lista de espera en los planes de vivienda hace 6 años.
Adrián, que trabaja temporalmente el rubro camionero para poder subsistir, continúa el relato alegando que su mujer fue citada por el municipio a las 7 de la mañana y la hacía esperar hasta las 11 en busca de una solución a su problema. Y no la atiende. Él que arrastra indicios de una etnia aborigen y castiga su cuerpo con arduo trabajo de changas, sentado en una silla que se repara bajo la sombra especial de un árbol ya entrado en edad, mira el suelo empolvado y como si sacara conclusiones en silencio escucha a su mujer.
- Uno no va a pedir que le regalen. Yo quiero la posibilidad de tener una casa y así como el que tiene recibo de sueldo y paga 180 pesos por mes ya también puedo pagar como pagan todos. Quiero algo para que mis hijos el día de mañana estén bien. Triste y enardecida manifiesta Silvia.
- Un grupo de personas les dio laburo ella (la intendenta) le hicieron un mate en las Tres Lunas a cambio de materiales para que se levante la casa. ¿Entonces yo que tengo que hacer: un termo? Resignado entre el humor y melancolía se pregunta Adrián.
Sigue la anécdota explicando que ellos fueron a pedir a la corriente para el suministro de luz eléctrica para pagarla como todos lo hacen, siendo que están “colgados” y no se la quieren instalar porque las autoridades municipales dicen que son terrenos privados y la E.P.E argumenta que son tierras fiscales, entonces le dijeron que siga así “colgado de la luz”.
Además le prometieron que cuando por ese lugar pase la autopista y tenga que desalojarlos les darían una casa, que no se mueva de allí hasta ese momento. Siendo que las visitas realizadas por las autoridades sólo se realizan en épocas de elecciones, y la intendenta no visitó nunca la casa, llegó hasta la esquina; el que si lo hizo fue Caggiano, según la joven pareja cañadense, que también prometió, y la única ayuda que recibieron fue una tarjeta de 80 pesos para poder comprar mercadería que reemplaza al ya conocido “Bolsón”. La cual agrede la familia por como ellos expresan: -Te salva. Pero la necesidad como muchas otras familias es la propiedad.
- Lo que pasa que si uno quiere salir adelante hay que poner voluntad; respondieron las autoridades cuando Silvia le expuso la demanda de una casa.
- Si alquilo no les doy de comer a mis hijos; miles de veces me levanté y dije me voy de acá a alquilar, pero no puedo.
Los vecinos de adrián y Silvia le dan una mano, los tratan bien y no tienen problemas, pero igualmente ellos sienten vergüenza por estar viviendo en esas condiciones.
Adrián necesita trabajo fijo de camionero y está dispuesto a demostrar que quiere un bienestar para sus hijos, pero sin una oportunidad, sin una puerta que se le abra no será posible.
-Deben dejar de hacer cosas que no son de importancia, hacen ripio y esas cosas….Reclaman en coro los vecinos que viven en el vagón.
- A todos los pobres los ponen en la misma bolsa, y el obrero siempre tiene que andar galgueando, aclama Silvia con un tinte de tristeza.
La joven madre que enfrenta la hostil situación de ver a sus hijos sin un hogar confortable, me muestra el interior del vagón, la calidez de una casa que recoge seguramente una historia más larga que la que nos contaron; el abrazo más fraternal que imagino ahora y el amor jamás expresado en medio de tanto individualismo.
- ¡Chau! nos decimos todos con todos. Agitándonos las manos otra vez como aquella en la que los conocí, creando un clima para no despertar dudas en ella; a unos trescientos metros del ferrocarril.

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