La dimensión de cada día
Por Valentina Primo
Normalmente, caminar por el centro de Córdoba asemeja deambular por “tierra de nadie”. Si es que los inspectores municipales no han hecho un nuevo paro y los vendedores deambulantes no se atrincheraron en la peatonal, la gente camina apurada e indiferente entre montañas de basura y nubes de smog. Los ancianos, no videntes y discapacitados sobreviven a la desidia, abriéndose paso como pueden entre la masa indiferente. Las bocinas, los insultos y la mala cara se hacen carne en el tedio cotidiano, que derrumba una histórica ciudad en inertes escombros de olvido.
En verano, sin embargo, la ciudad adopta un rostro inusitado. La soledad del pavimento, que descansa del repiqueteo cotidiano, deja entrever otras realidades. Es que cuando los transeúntes están de vacaciones, el velo de la indiferencia se torna más delgado, como si ya no pudiera esconder la pobreza tras el frenético consumismo. Bajo el cabildo, una hilera humana tan extensa como sus columnas se acoge al amparo de la sombra. Sentados sobre colchones roídos, durmiendo tapados con diarios, o simplemente mirando a los turistas que ingresan al centro de información, los peregrinos del hambre contemplan la nada.
La violencia, cual código todopoderoso, acude al instante para responder con vehemencia a cualquier estímulo, sea el automovilista que olvidó poner el guiño, sea el chofer que no frenó en la parada, sea el joven flogger que cometió el atrevimiento de mirarme de frente.
Sarmiento le hubiera llamado “barbarie” a esta forma de vida enajenada y furiosa. Sin embargo, otros autores presentan modelos explicativos un tanto más amplios (y acaso menos reduccionistas).
El sociólogo alemán Herbert Marcuse, célebre miembro de la Escuela de Frankfurt, acuñó un término para designar al hombre contemporáneo, un hombre que se encuentra “aislado y metido dentro del engranaje de la productividad”, un hombre encerrado en un universo de la repetición. Repetición, porque vive en un entorno abrumado por la propaganda, las consignas, y los productos materiales del sistema que se dispersan bajo un mensaje unívoco.
El “hombre unidimensional”, sujeto de consumo pero no de intelecto, ha interiorizado hasta tal punto los valores del status-quo, que es incapaz de distinguir cuáles necesidades son propias y cuáles se potencian desde el exterior. Así, “el individuo adaptado no desea la libertad, la belleza, ni la conciencia”, dice el filósofo, y se vale del psicoanálisis para explicar este fenómeno, que denomina “desublimación”. Sigmund Freud había explicado el funcionamiento de la mente a partir de un principio dual: por un lado, el principio del placer impulsa al hombre a perseguir la satisfacción inmediata; y por otro lado, el principio de realidad lo compensa al apoyarse en la experiencia personal para aplazar aquel placer y subordinarlo a las condiciones impuestas por la realidad externa.
Pues bien, Marcuse explica que, en la mente contemporánea, el principio de realidad y el principio del placer dejan de ser incompatibles, ya que el sujeto adquiere una falsa seguridad y una sensación de logro de objetivos ficticios que lo llevarán a un alejamiento progresivo del principio del placer.
En este estado de enajenación en el que se encuentra el hombre posmoderno radica la indiferencia, la desidia y, en última instancia, la violencia que imprime en sus actos. Ante un entorno incomprensible, el individuo se torna agresivo y en continua competencia con los otros. “La agresividad se muestra como el sentido de la ignorancia profunda, de la represión y de la renuncia a la propia identidad”, dice el filósofo post marxista. Así, mediante esta desublimación represiva, el hombre unidimensional introyecta los controles sociales (es decir, los hace propios), y adopta una tendencia psicológica asimilable a un estado de guerra permanente.
En definitiva, Esta unidimensionalidad significa que la bidimensionalidad del hombre –en tanto ser y pensamiento– se disuelve, modelando una uniformidad que anula las capacidades racionales y creadoras.
Desde otro ángulo, el francés Gilles Lipovetsky designó a estos tiempos como “la era del vacío”: una era en la que ha sido desterrado el ideal moderno de subordinación individual a reglas racionales colectivas, para ser reemplazado por un “narcisismo colectivo”, que legitima el individualismo hedonista y personalizado. En términos freudianos, según Lipovetsky es el principio del placer el que prima, desplazando no sólo a la realidad sino a los ideales colectivos. Pero la pregunta se torna ineludible: ¿Qué significa el placer para una sociedad que no conoce otro patrón que la voraz e insaciable lógica el consumo?
jueves, 26 de febrero de 2009
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