sábado, 13 de diciembre de 2008

Editorial: La insoportable binariedad del ser (capitalistas)



Dedicamos el vigésimo número de dialéktica a quienes luchan cotidianamente

contra el capitalismo, contra la forma-Estado y a favor de la propiedad común

de los medios de producción en manos de los trabajadores.

1. En dialéktica hacemos filosofía y teoría social. No periodismo. Por ello, y en relación a los acontecimientos en danza de los últimos meses en este país, consideramos que es fundamental abrir la discusión más que clausurarla, pensar lo que acontece más que definirlo. Y el conflicto al que estamos aludiendo, un conflicto que suele identificarse como un enfrentamiento particular entre «el Campo» y «el Gobierno», está definido. Doblemente definido. Ora como la legítima autodefensa del principal sector «productivo» del país frente a los embates de una administración populista, corrupta y confiscatoria. Ora como la resistencia antidemocrática opuesta por elementos oligárquicos, conservadores y hasta golpistas a las «reformas» de una gestión progresista.

La vasta mayoría del conocimiento y de los posicionamientos producidos en torno a los recientes acontecimientos se ha mantenido al interior de esas definiciones. Asimismo no ha habido –hasta el momento– expresiones significativas (ya fueran prácticas o teóricas) de autonomía o «independencia de clase» frente al Capital, en relación a los medios y los fines de los dos sectores en pugna. Más puntualmente: la mayor parte de las izquierdas, de los movimientos sociales y de los/as trabajadores/as[1] (en virtud acaso de su falta de organización y «conciencia») acudió a ocupar un lugar junto a alguna de las fracciones del Capital enfrentadas entre sí.

Nosotros/as, en cambio, estamos convencidos de que esa disyunción que se presenta como exclusiva y exhaustiva es falsa. Pensar –creemos– sería abandonarla. Pero no para admitir una de las alternativas que propone y desechar la otra, sino para superarla en todo su poder de restricción, cooptación y definición. Con el fin de contribuir a tal superación convocamos a una reunión pública y abierta en la que pusiéramos en crisis no sólo las posiciones ideológicas que mostró la coyuntura, sino también las propias posiciones de los integrantes de dialéktica. Para ello hicimos circular una invitación a la cual adjuntamos una serie de documentos producidos por integrantes del colectivo de trabajo de esta revista, con miras a discutir no sólo entre nosotros/as sino con todos/as aquellos/as que tuvieran una posición respecto al conflicto de marras. El debate producido en esa reunión pública y abierta nos permitió ampliar y enriquecer nuestro repertorio de herramientas conceptuales. Se trataría, pues, de liberar a los acontecimientos en danza de la circunscripción a dos opciones particulares que agotarían totalmente la cuestión, de arrancar el carácter universal de esos acontecimientos de la disyunción exclusiva que pretende delimitarlos. En pocas palabras, se trataría de cuestionar las definiciones en vigor, oponiéndoles otras un poco más amplias.



2. Los medios masivos de formación de opinión y los analistas progresistas, haciendo uso y abuso de un pensamiento binario prístinamente burgués, pretenden hacernos creer que la categoría de política ha sido repuesta, tras varios años de descrédito, por ambas partes del conflicto en curso. Claro que por «política», tanto unos como otros (para discutir hay que estar de acuerdo), no han entendido hasta hoy más que la gestión de lo existente. Y claro que, desde ese punto de vista, resulta insostenible considerar que en los años '90 faltaba política y ahora sí la hay.[2] Nosotros/as proponemos, para empezar, una definición mucho menos restrictiva: la política sería la actividad de transformación –en sentido emancipatorio– de las relaciones sociales vigentes. En el suelo de la economía, nuestra propuesta podría expresarse así: la discusión actual, reducida a dos modelos alternativos de «distribución», podría ampliarse hasta incluir al propio sistema de acumulación del Capital y a sus beneficiarios. Nadie –salvo excepciones– puso en discusión el régimen de acumulación del Capital sino quiénes y cómo se benefician de semejante régimen.[3] Grandes y pequeños capitalistas intentaron poner de su lado a distintas capas de trabajadores, con resultado dispar y en ningún caso masivo.

Junto con la política definida como gestión, ambos antagonistas restauran el institucionalismo y –en particular– la forma Estado. Tanto cuando «el Gobierno» apela (acaso ingenua e inútilmente) a la «legitimidad» que le confieren los votos como supuesta expresión del interés general en contra de los reclamos sectoriales. Como cuando «el Campo» recurre (acaso ingenua e inútilmente) a los poderes judiciales, legislativos y ejecutivos –municipales o provinciales– para que lo representen. Se trata de instalar la percepción de que el Estado tiene una columna vertebral administrativa y técnica neutra llamada a velar por –y mediar entre– las distintas fracciones de la sociedad de una manera imparcial, justa y ecuánime. Esta percepción –razonable desde el punto de vista del Capital– se ha extendido ahora al Trabajo de una manera hasta hace no mucho insólita.[4]

Merece recordarse que el modo de producción capitalista requiere que el/la trabajador/a se encuentre doblemente «libre»: libre de vender su fuerza de trabajo en el mercado y libre de todo medio de producción que le permita la realización de su fuerza de trabajo.[5] La primera «libertad» (el hecho de que la explotación tiene lugar a través de la compra y venta libre de la fuerza de trabajo) exige la abstracción del uso directo de la fuerza psico-física desde el proceso inmediato de producción: se hace necesaria la percepción de que la fuerza de trabajo es algo separado del trabajador. La segunda «libertad» (el hecho de que el trabajador haya sido expropiado de los medio de producción) posibilita esa abstracción de las relaciones de fuerza directas del proceso de trabajo: el trabajador no tiene el control de los medios de producción. En pocas palabras, el capitalismo implica separar al trabajador de su fuerza de trabajo y separarlo, también, de los medios de producción. Esta doble separación encuentra su expresión cotidiana en: 1) la separación del trabajador en trabajador y ciudadano, 2) la separación de la lucha del trabajador en «lucha económica» y «lucha política», 3) la separación de la vida del trabajador en «vida privada» y «vida pública». La expresión institucional de estas separaciones es el aparato de Estado como entidad que aparenta estar al margen del proceso de producción, de tal modo que el Estado sería una instancia apartada de la contradicción entre el Capital y el Trabajo.

De esa manera, la forma Estado pretende ocultar la lucha de clases, erigiéndose como un «árbitro imparcial» capaz de «articular con justicia» la relación entre explotadores y explotados. Así de obvio se explica para la Presidente Cristina Fernández: «el peronismo nunca planteó la lucha de clases, el peronismo nunca planteó la guerra entre los pobres y los ricos, para qué, no. Al contrario, somos los creadores de la articulación entre el Capital y el Trabajo»[6]. (Se nos podría objetar que la política consistiría, para este caso, en cambiar el contenido peronista del Estado por un contenido revolucionario que lo hiciera funcionar de un modo radicalmente otro. Pero esa objeción omitiría el hecho de que la forma Estado implica su funcionamiento.) Insistimos: ni separado del proceso de producción, ni neutro, ni ecuánime, ni imparcial. Muy por el contrario, «cada uno de los aspectos de la actividad del Estado está impregnado por su carácter de clase»[7]. O, como dice Althusser en el dossier que en su momento dedicamos esta problemática: «el hecho de que la lucha de las clases (burguesa o proletaria) tenga por escenario el estado (hic et nunc) no significa en absoluto que la política deba definirse en relación con el estado. […] Es desde el punto de vista de la burguesía que existe una distinción entre ‹sociedad política› y ‹sociedad civil›»[8].

Por ello nos parece que una caracterización más profunda y abarcadora de la forma Estado no puede prescindir del viejo slogan comunista: «El poder estatal moderno no es más que una comisión administradora de los negocios comunes de toda la burguesía.»[9] O sea: el Estado es el capitalista colectivo que protege y alienta la reproducción del capitalismo en general, aun si ésta atenta contra los intereses de ciertos capitalistas particulares y aun si supone un poco de «gasto» social.



3. «Los mejores / los únicos / los métodos piqueteros...», corean Las manos de Filippi. Y si bien resulta difícil sostener que sean los mejores y que sean los únicos, no menos difícil resulta negar a esta altura que esos métodos sean los más efectivos para hacer visible, política y mediáticamente, una protesta. La acción directa y el piquete, la asamblea y el corte de ruta –secundados por el espectacular costo político de cualquier forma de represión– integran ya el repertorio básico de cualquier grupo movilizado. Ya sea burgués o proletario, minoritario o mayoritario. Y es que la recomposición –al calor del conflicto– de aquella «política» (que sería apenas gestión) y de la forma Estado (que sería apenas comisión) no ha bastado para eclipsar la estrella de años anteriores: la autoorganización.

Si por «politización» entendiéramos, al menos provisoriamente, un proceso mediante el cual se generan condiciones propicias para que cualquier vecino atienda a preocupaciones de índole institucional como si fuera un hábito constante, entonces podríamos sostener –como algunos sostienen– que desde la «primavera alfonsinista» no se registraba un grado tan masivo de politización en la sociedad argentina. Durante los últimos meses que vivió este país, el debate que –restringido por las definiciones que hemos expuesto– giró en torno a las «retenciones móviles» pareció estar en boca de casi todos/as, en casi cualquier lugar sitio. En verdulerías, en escuelas, en cualquier transporte público… se palpaba que la preocupación por lo que ocurriera en el Parlamento había desplazado a la preocupación por la «inseguridad» y peleaba cabeza a cabeza con la preocupación por la inflación. Podríamos decir, siguiendo este diagnóstico, que no es lo mismo tener en mente la cuestión de las retenciones móviles que tener en mente los resultados de «Bailando por un sueño». Sin embargo, si consideramos que los vehículos a través de los cuales estas cuestiones llegan a estar en mente son la radio, el diario y la televisión, cabe al menos preguntarnos si el tratamiento mediático de ambos contenidos no los asimila, traduciendo los debates y posicionamientos de la política a términos de los espectáculos y escándalos de la farándula. Y si la respuesta a esa pregunta fuera afirmativa, mal podríamos llamar «politización» a lo que bien podríamos llamar un proceso masivo de monotematización de los discursos cotidianos.

Pero si concedemos, al menos, que el Parlamento pasó a estar en el centro de la escena, no pasó a estar en el centro de la escena el voto como instancia de cambio. El voto como forma institucional de la fidelidad a cierta idea decayó: quienes votaron a Cristina Fernández podían ahora estar en su contra sin que mediara reparo alguno. Esta pérdida de legitimidad del sistema electoral es efecto de la secuencia que tuvo en diciembre de 2001 una de sus más prístinas manifestaciones. La extraña paradoja consiste en que el sistema representativo se vio reforzado durante estos meses: nuevas viejas figuras eran exhibidas por televisión como los posibles candidatos del cambio.

Y es que, al permanecer incuestionado el capitalismo, resulta inconcebible un tercer campo que sea independiente de las definiciones binarias que acapararon la atención. A partir de aquí se puede leer con mayor rigor qué fue lo que apareció como «autoorganización» en las rutas. La irreverencia práctica y colectiva ante el caudal de votos que avalaría las decisiones tomadas por el Poder Ejecutivo no emanaba de una crítica a la representación política y de una afirmación de la democracia directa, sino que hundía sus raíces en lo peor del folclore nacional. El asedio sobre los Senadores, la acción directa y los grupos autoconvocados que no respondían a los dirigentes nacionales no eran la expresión crítica y superadora del parlamentarismo burgués, sino la emergencia retrógrada de formas institucionales ligadas directamente al caudillaje. Un caudillaje que goza del desarrollo de las fuerzas productivas, claro. La información acerca de las medidas a tomar circulaba en cadenas de mails que hacían masivamente accesibles los tópicos del debate. Sin embargo, el tratamiento de esos tópicos y las decisiones en torno a las modalidades de ese tratamiento siempre estuvieron en manos de unos pocos (los principales referentes de las organizaciones del agro). Hay quienes observamos ahí una pulsión de goce por la popularidad, el consenso, la legitimación, a la vez que esa legitimación se trabaja sólo bajo la forma del intercambio de figuritas. Es la sociedad del espectáculo, no sólo en el sentido mediático, sino en el sentido de no sacrificar los medios que están disponibles para hacer política: el voto de la representación estatal significa «no toquemos el consenso que puede haber entre capitalistas y trabajadores». El gobierno de los Kirchner no se erigió sobre la búsqueda de un proyecto político alternativo, sino sobre la recomposición capitalista basada en la búsqueda del «mal menor» frente al peligro de que adviniera «la derecha». En el plano estatal de la política de alianzas ocurre lo mismo: el tacticismo lleva a legitimar lo existente porque siempre hay un «enemigo principal» que es necesario y urgente combatir antes de dedicarnos de lleno a combatir el capital.

En cuanto a la autoorganización extendida, cualquiera que tenga la más mínima experiencia asamblearia sabe que en esos cortes de ruta no hubo asambleas: sólo unos pocos delineaban los pasos a seguir, mientras que los muchos alzaban sus manos en apoyo sin siquiera preguntarse por qué votaban la orientación en oferta en vez de producirla. Hubo horizontalidad, pero no hubo democracia.

Y es que el meollo de la cuestión reside en el hecho de que tanto aquella masificación del debate en torno a las retenciones como esta reapropiación de cierta metodología de lucha descansan sobre el supuesto incuestionado del capitalismo. Ni una ni otra sospechan siquiera una crítica a la explotación del Trabajo por parte del Capital. Y sin una práctica que tenga por contenido la transformación radical de las relaciones sociales vigentes –lo que para nosotros/as significa la destrucción de las relaciones sociales capitalistas– es inconcebible (impensable) el cambio revolucionario. Claro que no basta con tener un Programa esclarecido y esclarecedor para generar formas de organización y metodologías de lucha que expresen el nuevo tipo de relaciones sociales que se pretende oponer al capitalismo y a la forma estatal de las relaciones sociales. Pero la inversa es igualmente inconducente: en los últimos meses hemos sido testigos de la masificación de la horizontalidad sin democracia y de la autoorganización sin autonomía. Aunque cabría decir que sí hubo autonomía de clase… burguesa. Lo que no hubo es autonomía de clase frente al Capital.

No obstante lo expuesto hasta aquí, seguimos suscribiendo la «idea-fuerza» que afirma que el Capital depende del Trabajo, pero el Trabajo puede autogobernarse prescindiendo del Capital.



4. La discusión anterior guarda como clave principal la idea de que la posibilidad de existencia de un tipo de autoorganización sin autonomía de clase frente al Capital supone dejar sin discutir el tipo de relaciones sociales que se dan en el modo de producción capitalista, tratando de dejar a un costado ciertas tendencias que van apareciendo a la luz del conflicto suscitado. En este sentido, las determinaciones que condicionan el conflicto coyuntural plantean, en forma más o menos inmediata, lo que tendencialmente está por venir.

En efecto, ya se llevan seis años de un nuevo ciclo de acumulación, a partir de 2002, fundamentalmente desde 2003, con la recuperación de la producción, con la recuperación del empleo, con la recuperación del salario. Hoy en día, los salarios promedio, en Argentina, están entre los ochocientos y los novecientos dólares. Estos números, si bien son inferiores, se han recuperado respecto de lo que era un nivel salarial promedio en la década de los '90. Así, es posible pensar en la desaceleración, en el amesetamiento, del proceso de acumulación abierto durante el gobierno encabezado por Néstor Kirchner. Por supuesto, han mejorado las condiciones para prolongar la acumulación por un tiempo más, pero es evidente que esta desaceleración está empezando a impactar en los números. De hecho, en los últimos siete u ocho meses, se han ido veinte mil millones de dólares del sistema. En otro momento histórico eso habría desatado una corrida; en cambio, en esta ventajosa situación, con superávit y reservas considerables, eso no ocurre. Pero es un dato significativo. Porque significa que, más temprano que tarde, las fracciones burguesas se van a tener que poner de acuerdo en cómo acumular, o en cómo mantener la acumulación. Concretamente, la «Mesa de enlace» tendrá que sentarse a negociar con el sector industrial, sector supuestamente apoyado por el Gobierno. Ya hay muestras –a partir del crecimiento económico, del aumento de las tarifas y de la posibilidad de quitar subsidios a ciertos sectores industriales– de que el Gobierno, el movimiento obrero organizado (que es la burocracia de los «gordos»), «el campo» y los industriales tendrán que entablar una negociación. ¿Y qué tendrán que hacer? De continuar así, con niveles de desocupación inferiores al diez por ciento y salarios cercanos a los mil dólares, no podrán mantener estable el incremento de las ganancias. La tensión social perdura y la memoria de las luchas es muy reciente. Lo vimos en un sector que hasta hace meses no era capaz de salir a las rutas.

Seis años atrás, cuando discutimos el problema de qué iba a pasar con el 2001,[10] algunos/as expresamos nuestro punto de vista acerca de qué era lo que se venía: ni más ni menos que una reacumulación del Capital, sobre la base de salarios de trescientos dólares. De acuerdo con esa visión, vemos que la acumulación acomodó los salarios. De manera que las distintas fracciones de la burguesía tendrán que sentarse a repartir. Y repartir significa lo que pide «el campo»: que una porción de la acumulación tendrá que ser a costa de ellos, pero también de los subsidios de los industriales. Dicho de otro modo, tiene que haber un reacomodamiento de la alianza burguesa, de la alianza gobernante. Esto es necesario. Pero no necesariamente armónico y prolijo: no es fácil sentarse a negociar como caballeros. Y aquí opera muy fuertemente la memoria de las luchas, la memoria asamblearia desde el 2001 hasta acá, la tendencia a la acción directa, la movilización espontánea como forma de politización de un conflicto.

Habrá que medir con mayor objetividad esos números. Algunos sostenemos aún que el sujeto es el Capital. Por lo tanto, no les pedimos nada al movimiento obrero organizado, ni a las centrales combativas… De lo que se trata, para algunos de nosotros, es de analizar este inminente reacomodo de la burguesía relativo a cómo mantener el ciclo de acumulación, sabiendo que de la permanencia y estabilidad de este ciclo depende en buena medida que la memoria de las luchas no propicie un conflicto abierto. No será fácil aumentar el desempleo a un diecisiete por ciento y disminuir nuevamente los salarios.

Pero insistimos: la bi-univocidad como modalidad hegemónica del pensamiento se expresa en su forma más prístina cuando, empujada al fondo de la cuestión, formula el problema en términos de «Estado versus Mercado». La disyunción exclusiva «Ellos o nosotros» implica sin medias tintas el principio aristotélico del «tercero excluido»: sólo habría dos lugares desde los cuales posicionarse política, ideológica, teórica y prácticamente. Muy por el contrario, para nosotros la bi-univocidad supone la sumisión del Trabajo al Capital, puesto que reafirma la neutralidad de la forma-Estado.



5. En el vigésimo número de dialéktica presentamos un dossier dedicado a pensar a partir de, o en torno a, la figura y la obra de Cornelius Castoriadis. «Cornelius Castoriadis: una filosofía que sigue germinando» es una entrevista que opera como introducción al presente dossier de la revista. En esta última, Alicia Merlo charla con Sandra Garzonio –traductora de la obra del filósofo y activista griego- acerca de los motivos de la lectura actual de la obra de Castoriadis. En segundo lugar aparece ubicado el artículo de Daniel H. Cabrera: «Volver a recorrer el camino: autogestión obrera, autoinstitución de la sociedad, imaginario y ontología del magma», además de desarrollar una introducción general a la obra de Castoriadis plantea una hipótesis más que interesante respecto al concepto de Autonomía. De este concepto parte el artículo de Mariano Repossi «¿Cómo organizar la autonomía? El debate entre Castoriadis, Pannekoek y Lefort» y lo presenta en el contexto del debate de la revista Socialismo o Barbarie. La ruptura de la mencionada revista es reconstruida por el artículo escrito a cuatro manos entre Florencio Noceti y Patricio McCabe, «Socialismo o Barbarie, apuntes para la crónica de una ruptura (¿o serán varias?)». Por su parte, «Castoriadis, o la (im)posible soledad», de César Marchesino, toma como punto de partida el mayo francés queriendo desandar la trama de la obra de Castoriadis durante este período. Cierra el presente dossier el Artículo de Eduardo Maggiolo «La Biblia homérica», en donde la filosofía y la religión griega se entrelazan con la idea de democracia.

En la ya clásica sección Universidad presentamos los artículos de Natalia Cantarelli, Berna Vaianella, «Un seminario para Troya. Análisis de una experiencia compartida»; y el de Juan José Nardi, «Illusio y campo científico. El lugar de los becarios de investigación». El primero reflexiona teórica y críticamente a partir de su intervención cursada en el seminario colectivo curricular «Filosofía, historia, comunidad». El segundo problematiza el espacio que ocupan los becarios de investigación en la carrera de Sociología.En la sección Documentos universitarios, y para seguir aportando al debate y a la organización, hacen lo suyo el Colectivo de estudiantes de filosofía y el grupo de la carrera de Medicina de la UBA Síntesis.En Artículos varios Pablo Mestrovic polemiza acerca de las re-estructuraciones que sufrió el Estado argentino en el siglo XX. Vanesa Prieto y Verónica Zallocchi problematizan el fenómeno de la desigualdad en relación con el género y el patriarcado en «Para pensar el cautiverio: género y capitalismo». Cierra la sección el artículo de Federico Apuzzo, «¿Qué nos amasa la cabeza?», en donde la metáfora y el psicoanálisis ocupan el centro de la escena.Cierran este número las reseñas de Mariano Repossi acerca de la revista de filosofía, cultura y política, El río sin orillas. Eduardo Glavich comenta el libro de Daniel H. Cabrera acerca de la obra de Castoriadis. Gastón Falcón y Mariano Repossi reseñan, respectivamente, los libros de Alejandro Cerletti, Repetición, novedad y sujeto en la educación y el de Philippe Mengue, Deleuze o el sistema de lo múltiple.









Septiembre de 2008.







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[1] La verdad es que preferiríamos reservar para éstos/as el término «productores/as», del que se apropian ideológicamente los empresarios agropecuarios (como si su apropiación económica no fuera ya excesiva).
[2] Un diagnóstico que no por sofisticado resulta menos cuestionable es el que realiza el Colectivo Situaciones cuando declara constatar «la paradoja de una ‹vuelta de la política› junto a una despolitización de lo social: en el mismo momento en que se evocan referentes éticos de las luchas transformadoras como parte de un movimiento mayor de legitimación estatal, se devalúan los diagnósticos que estas experiencias pueden ofrecer como perspectiva de comprensión de la «situación actual» («¿La vuelta de la política? (o sobre los modos de transitar el impasse sin caer en falsas dicotomías ni estériles nostalgias)», 25/05/08, en www.situaciones.org). A esa evocación de referentes éticos la hemos llamado cooptación (ver notas editoriales de los números 16, 17 y 18 de dialéktica), de lo cual se desprende que a esa devaluación de los diagnósticos la denominemos, por ejemplo, claudicación (o falta de autonomía de clase frente al Capital).
[3] Reconocidos y autodefinidos marxistas llegaron a escribir, por ejemplo: «Con el triunfo de la derecha campestre se han dado las condiciones para producir el sentido común de que ‹los que mandan› son las corporaciones privadas y no las autoridades políticas electas. […] Las palabras que creíamos haber recuperado –‹política›, ‹redistribución›, ‹justicia social› y ni qué hablar de ‹lucha de clases›– volverán a intentar licuarse en la jerga aparentemente anodina de una ‹psicología› economicista que disfraza los intereses locales y globales del verdadero poder». (E. Grunner y L. Rozitchner, «Borrador de balance», Página/12, 20/07/08.)
[4] Movimientos sociales como el MOCASE, por ejemplo, reclamaron la intervención del Estado en el comercio exterior como si no fuera el mismo Estado el que interviene activamente, regulando la baja en el tipo de cambio y favoreciendo al mismo «sector sojero» que expulsa a estos campesinos de sus tierras.
[5] «Para la transformación del dinero en capital, el poseedor de dinero tiene que encontrar al trabajador libre en el mercado de mercancías, libre en el doble sentido de que, en cuanto persona libre, disponga de su fuerza de trabajo como mercancía suya, y de que, por otro lado, no tenga otras mercancías que vender, que esté suelto y vacante, libre de todas las cosas necesarias para la realización de su fuerza de trabajo». Marx, K., El capital. Crítica de la economía política, trad. V. Romano García, Madrid, Akal, 2000, libro I, sección 2, p. 227.
[6] Discurso en Parque Norte del 17 de marzo de 2008.
[7] Holloway, J., Marxismo, Estado y Capital. La crisis como expresión del poder del trabajo, Buenos Aires, Tierra del Fuego, 1994, p. 116.
[8] Althusser, L., «El marxismo como teoría finita», en el dossier «El problema de la organización en la política, el problema de la política en la organización», dialéktica, año xiv, número 17, Buenos Aires, primavera 2005, pp. 22-3. Cursivas originales.
[9] Marx, K. & F. Engels, Manifiesto del partido comunista, trad. León Mames, Barcelona, Crítica, 1998, p. 41.
[10] Ver los números 14 (primavera 2002) y 15 (primavera 2003) de dialéktica, dedicados casi en su totalidad a debatir causas y consecuencias del proceso que mostró uno de sus más notorios picos el 20 de diciembre de 2001

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